8. Birth-control y eugenesia

“Es un hecho, con frecuencia observado, que las capas inferiores de la población se multiplican rápidamente, mientras las superiores se reproducen con lentitud. La limitación de la natalidad se impone, por consiguiente, para restablecer el equilibrio, asegurar el provenir de la raza y aliviar a la sociedad de la enorme cantidad de indeseables cuyo mantenimiento la entorpece”.

Así podemos formular el segundo argumento del Birth-Control, uno de los más importantes de esta doctrina, porque tiende a ser eco de la eugenesia, que se ocupa del mejoramiento de la raza por el aumento del valor propio de cada individuo.
Fundada por el biólogo inglés Galton a fines del pasado siglo, esta ciencia no es nueva más que en la apariencia exterior, porque era conocida y practicada ya de muy antiguo. A decir verdad, antiguamente se la concebía, sobre todo, de manera negativa: la roca Tarpeya era su más seguro medio de acción.
Desde hace veinte años, sobre todo, la eugenesia se ha desenvuelto considerablemente, pero no por ello ha abandonado la insuficiencia que le era peculiar entre los antiguos, porque todavía sus actividades se orientan más bien hacia medidas de represión.
Pero esta orientación es sólo provisional. Siguiendo la concepción del propio Galton, la eugenesia, en su acción social, tiene una fase negativa y una fase positiva. Trátase, de una parte, de restringir la reproducción de los ineptos, y, de la otra, de mejorar la raza, favoreciendo en los selectos la fecundidad. Esta acción positiva es la principal: la eugenesia ambiciona y tiende a reemplazar la selección natural, forzosamente ciega, por una selección racional de los elementos mejor dotados. Ahora bien: los adeptos al Birth Control pretenden practicar eugenesia cuando se ocupan de reglamentar el número de hijos que deben integrar una familia normal, o de reducir la reproducción de las clases inferiores de la población, demasiado prolíficas a su parecer. Es, tanto para la familia como para la raza, la ley de la calidad, que se opone a la cantidad.
¿Qué pensar de esta pretendida oposición, por lo que hace, primero, a la familia considerada aisladamente? Notemos desde luego, antes de pasar adelante, que es falso pretender, como lo hace la “American Birth-Control League”, que la Iglesia estimule la fecundidad de las familias que no pueden atender a sus propias necesidades. Nunca ni en parte alguna ha recomendado la Iglesia una reproducción inconsiderada, sin tener en cuenta las posibilidades morales y materiales. Porque la razón, que ha sido dada al hombre, no debe ser desoída en las circunstancias más solemnes y trascendentales; en la orden de crecer va envuelta la de deparar a los hijos medios de existencia. Con la reserva que supone esta moderación, que los casados deben realizar por medio de la continencia, puede llegarse a asegurar que la oposición entre calidad y cantidad no existe en la familia, porque las ventajas materiales que podían resultar de una disminución en la cantidad, se neutralizan, abundantemente, con los inconvenientes de orden moral. Como dice Paul Bureau, “sería necesario averiguar si una cierta abundancia no es precisamente condición de calidad. Ahora bien, de cualquier manera que se enfoque el problema y desde cualquier punto de vista que lo consideremos, parece evidente de manera eficaz, extensiva y progresiva sino en cuanto esta acción se ejerce sobre un grupo lo bastante numeroso de hijos que educar” P. Bureau
La calidad y el número, con tanta frecuencia contradictorios, resultan, pues, aquí solidarios. Es hecho observado, escribe M. Dumont, que los hijos únicos o poco numerosos hacen a sus padres débiles, y los padres débiles hacen, con harta frecuencia, a los hijos impertinentes y caprichosos. El hijo único es, por lo general, acariciado y adulado, y él, aprovechándose de esto, resulta el “niño mimado” hábil en sus juegos infantiles, única preocupación que supone tuvieron sus mayores. Por poco que urjan las circunstancias, hará expiar terriblemente a los que echaron sobre él tales cálculos, sólo en apariencia favorables. No se le intimaron ningunas obligaciones, y no reconocerá deberes. “Si tienes un hijo – dice el mismo autor-, serás su esclavo: si tienes seis, serás su dueño y señor”.
Con frecuencia se ha hecho notar que la mayoría de espíritus destacados y sobresalientes y de almas escogidas son de familias numerosas: esto no debe atribuirse al azar, porque hay a su favor razones científicas y, sobre todo, razones morales. El medio es agente verdadero de educación, y, desde este punto de vista, el medio, a la vez íntimo y numeroso, de una familia fecunda es, con mucho, el más favorable. La diversidad de caracteres y la multiplicación de contrariedades acrecientan sobremanera las ocasiones de discordia; la necesidad de disciplina y de benévola caridad llega a hacerse tan evidente, que todos y cada uno se sientan poderosamente empujados a adquirirlas. De aquí una excelente formación moral desde los más tiernos años, que repercutirá en el resto de la vida. Un médico americano ha confirmado de oportuna manera esto mismo estudiando los éxitos escolares obtenidos por 1.700 estudiantes de la Universidad de Yale, graduados durante el período 1922-1926. Ha encontrado un singular paralelismo entre el trabajo ejecutado y el número de hijos de la familia a que pertenecía cada uno de los sujetos. La media más deficiente se encuentra en los hijos únicos; la más elevada, entre los hijos pertenecientes a familias de seis hijos o más. Esto no solamente tiene lugar en el trabajo escolar propiamente dicho, sino en todas las demás actividades artísticas, sociales o deportivas, de tanta monta en el programa de las Universidades americanas. De aquí puede concluirse la falsedad del prejuicio según el cual los hijos de familias poco numerosas darán más rendimiento que los de familias prolíficas: la verdad es, exactamente, lo contrario.
Cosa muy de notar es que las cargas que trae consigo la educación de una familia numerosa, no parece que hayan comprometido en lo más mínimo las garantías de éxito de los padres. En un gran número de antiguos alumnos de Yale anotados en la estadística del Dr. Huntington, aparece que, aquellos que tienen más brillante carrera, tenían como media tres hijos más que los otros. De esta manera cae por su base otro prejuicio, tan frecuentemente explotado por los defensores del Birth-Contrl: el padre de familia numerosa viene a ser un esclavo encadenado al servicio de la especie, cuyas exigencias le impedirán conseguir el éxito que le prometían su ánimo y aptitudes.
Hasta la misma salud no parece quebrantarse en las familias numerosas, a despecho de todas las afirmaciones contrarias de los apóstoles de la esterilidad. En este punto la ciencia marcha de la mano con la observación cotidiana: en las familias numerosas se encuentran los más vigorosos retoños, los mejor equilibrados, aquellos cuyo número convendría multiplicar a impulsos del deseo de mejorar la raza.
En sus investigaciones sobre la longevidad, el americano Bell (The duration of life and conditions associated with longevity, Washington, 1918) ha estudiado la relación entre el número de hijos de una familia y la duración de la vida de los mismos. En la línea de los Hyde, por ejemplo, que se compone de 2.964 miembros, la salud y longevidad de los hijos de una misma familia crece en razón directa de su número, y esto aun en el décimo y aun hasta en el duodécimo hijo. La proposición recíproca también es verdadera: la depauperación fisiológica de la mayor parte de los hijos únicos es tan manifiesta, que ha llegado a suscitar verdaderos trabajos clínicos. En la literatura del Birth-Control se habla mucho de estos “unwanted children”, hijos no deseados por sus padres, cuyo nacimiento será una verdadera calamidad que pesará sobre el resto de su existencia: ¿daremos por bien deseado el hijo único cuando la ciencia médica lo coloca entre las filas de las entidades morbosas?
Esto no significa que, por prurito eugenésico, se deba predicar una fecundidad ilimitada y sin discreción. Una política puramente cuantitativa no puede, en sentido alguno, servir a fines eugenésicos. Al lado de la familia normalmente numerosa y conforme a naturaleza, como dice H. Muckermann, hay también la familia numerosa cuya fecundidad no es más que la expresión de un “dejar hacer”, de una imprevisión y de una falta de dominio igualmente culpables. Esta familia anormalmente numerosa, patológica, no representa sino una mínima fracción de la sociedad: sólo se la encuentra entre los verdaderos ineptos e indeseables que, según la estimación de los más autorizados, solo representan un 10 por 100 de la población total. En esas familias anormales se recolectan los mejores ejemplos de la literatura del Birth-Control, y siempre queda flotando un equívoco, como si la miseria, el vicio y la enfermedad, que les son propias, fueran patrimonio de todas las familias numerosas indistintamente.
De hecho, esa familia numerosa, patológica – ínfima minoría, ya lo hemos dicho -, va a una desaparición progresiva, la higiene y la eugenesia. Más sería sinrazón contar con la limitación de la natalidad para salir con ese empeño. Enseña la experiencia inglesa que, aún en el campo donde debiera triunfar, la política anticonceptiva recoge fracasos rotundos.
Lícito es, pues, concluir que, en lo que atañe a la familia, el Birth-Control le hace una mala partida a la eugenesia. Su pretendida oposición entre calidad y cantidad no es de tener en cuenta, porque estos dos términos son frecuentemente solidarios e inseparables. Y allí donde la calidad priva, su fracaso es flagrante porque la limitación numérica que preconiza, impedirá manifestarse a esa calidad. Idéntico fracaso, en fin, en las familias donde la calidad falta: porque precisamente las tales son las refractarias a su propaganda.

¿Serán más afortunados los partidarios del Birth-Control aplicando el argumento de la calidad a un país o raza entera? ¿Será buena y positiva eugenesia querer limitar artificialmente la proporción de natalidad de las clases inferiores para equilibrar la desproporción creciente con la de las clases acomodadas? El argumento es especioso y está ingeniosamente presentado para halagar el egoísmo de los que se adjudican un sitio a sí mismos entre las clases superiores, sin preocuparse gran cosa de los títulos que puedan contar para tal calificación. Pero pierde no poco si lo examinamos de cerca.
Supongamos, en efecto, que la calidad sea preferible, en materia de población, a la cantidad: pero resulta que la primera no puede existir sino en función de la segunda. Ahora bien: la cantidad puede decrecer hasta llegar a cero. Que este sea el verdadero peligro que tendremos que afrontar en un porvenir no lejano, por lo menos en nuestros países occidentales, las estadísticas lo comprueban ampliamente. Sábese que los estudios de los especialistas, los de East entre otros, han demostrado que en las condiciones actuales de civilización una natalidad de 18 a 20 por 1.000 es indispensable para mantener una población en estado estacionario. La mayor parte de los países de raza blanca descienden rápidamente hacia esta cifra, aun los Estados Unidos con su 23 por 1.000 y Bélgica con sus 18,1 por 1.000 en 1929. Algunos han descendido por debajo de ella y no hay probabilidades para pensar que ese descenso fatal modere su marcha o se detenga. Se nos dirá, con Bell (¿Is race suicide posible? 1920), que el empleo, tan generalizado como sea posible, de la limitación de la natalidad no podrá llegar a la extinción total de la raza, porque siempre quedará un núcleo de adultos que deseen hijos y los eduquen; se nos dirá, con Mrs. Sanger, que el instinto maternal no es tan superficial como para desaparecer completamente en fuerza del uso de medios anticonceptivos. Pero todo esto es pira teoría; hay que tener en cuenta la naturaleza humana, cuyo instinto de gozar no reconoce límites ni fronteras una vez roto el freno de la moral y conveniencias sociales. Es, por lo demás, evidente, que una raza o nación que no tenga para asegurar su perpetuidad más que un corto número de personas que se presten benévolamente a la generación, será borrada de sobre la tierra por otros torrentes más prolíficos, mucho antes de haber llegado al sumo grado de debilitamiento.
Pero es esta la clave de la cuestión. Se trata de saber si aún es tiempo de preferir la calidad a la cantidad; mas, en el caso de que el momento no sea oportuno para ocuparse de ésta, ¿es que tampoco vamos a poder tratar de aquella?
El análisis de los elementos que concurren a formar las estadísticas nos suministra a este respecto cifras muy interesantes. Las averiguaciones hechas por especialistas tales como Sprangue, y Dublín, encargado de estadísticas de la “Metropolitan Life Insurance C.”, enseñan que, para mantener una población en estado estacionario, lo que es decir, con un coeficiente bruto de natalidad de alrededor de 20 por 1.000, hace falta que cada mujer casada tenga de tres a cuatro hijos. Esta cifra, que a primera vista pudiera antojársenos excesiva, tiene perfecta explicación. He aquí las razones en que se apoya Sprangue: De 200 hijos que nacen, dice, hay alrededor de 103 niños y 97 niñas. Estas 97 niñas cumplen la misión de velar por la renovación de los 200. Ahora bien: aplicando el coeficiente medio de mortalidad, tenemos que solamente 78 de ellas alcanzarán la edad adulta. De estas 78, una determinada proporción no se casará: las estadísticas de nupcialidad permiten fijar, más o menos, en 66 el número de las que lleguen al matrimonio: en fin, como una sexta parte de los matrimonios son estériles, quedan 55 mujeres para reemplazar los 200 seres vivos, y para conseguirlo debe tener cada una de tres a cuatro hijos. A los mismos resultados llega Dublín por medios algo diversos.
Este último, estudiando con un matemático, el Dr. Lotka, las estadísticas demográficas de los Estados Unidos, ha hecho una serie de descubrimientos interesantes, que pueden aplicarse también a nuestras cifras de natalidad. Ha encontrado que la proporción actual de natalidad americana está influida por el crecido número de adultos en plena edad de reproducción. Esta proporción, anormalmente cuantiosa, es resultado de las crecidas natalidades de las generaciones precedentes: es, así pudiéramos considerarlo, como un beneficio debido a la velocidad adquirida, que no podrá mantenerse si la natalidad permanece en la proporción actual. Si se suprime el exceso debido a la fecundidad mayor de aquellas generaciones, el coeficiente americano desciende de 23 a 20 por 1.000. Idéntica corrección debe hacerse, en sentido inverso, en las tablas de mortalidad, porque esta suma es menos intensa en la edad adulta que en la infancia. La proporción de mortalidad subirá entonces de 13 a 15 por 1.000, y se ve así claramente la cifra mínima a que queda reducida la diferencia que expresa el aumento de población: 5,5 en lugar de 11 por 1.000. Un cálculo análogo aplicado a las estadísticas belgas demuestra que la proporción de crecimiento, ya bastante exigua, se reducirá a cerca del 1 por 1.000, a poco que la débil natalidad actual se mantenga durante algunas generaciones. Ahora bien, esta natalidad no cesa de bajar desde hace veinte años, y nada permite sospechar que haga alto en su camino.
Pero aún queda otro factor por considerar en las estadísticas: con él se prueba, en esta materia, lo poco que responde a la realidad la pretendida oposición entre cantidad y calidad. En efecto, a medida que la población se acerca al estado estacionario, la proporción de individuos ancianos, improductivos, aumenta. Los hombres de más de sesenta y cinco años representan el 4 por 100 de la población americana en 1900; en 1920 eran ya el 4,6 por 100. Si esta población llega a ser estacionaria, tendremos hasta el 10,5 por 100. De la misma manera Newsholme ha calculado que los hombres de más de sesenta y cinco años, que representan el 5 por 100 de la población total de Inglaterra en 1911, llegaron en 1914 hasta el 9 por 100.
Estos ancianos son una carga para la población adulta, que cada vez se debilita más, porque los niños, a su vez, van escaseando. Llégase así aun círculo vicioso: cargas cada vez más abrumadoras pesan sobre un número siempre decreciente de individuos. “Si una población puede crecer siguiendo una progresión geométrica, de la misma manera puede decrecer”.
Ante cifras tan inquietantes, demuestra una obstinación bien poco científica, pretender, como lo hacen los partidarios de la limitación de la natalidad, que mejorará la raza predicando la esterilidad a las clases inferiores. No parece muy oportuno tratar de esterilidad y de pretendido mejoramiento cuando el propio porvenir de la raza está en peligro, por lo menos en los países de Occidente.
De la misma manera, es ya demasiado tarde para pensar en repoblar únicamente las clases acomodadas tal como lo quieren los más avisados partidarios del Birth-Control: ya en ese terreno, no es cosa fácil refrenar un movimiento comenzado, además de que, por lo general, no reconocemos los errores hasta que el mal ha avanzado de forma que no admite remedio. Como dice Todd, ninguna recomendación de eugenesia persuadirá a las clases acomodadas de que procreen hijos que no desean. Se despueblan ellas mismas víctimas de su egoísmo y de su falta de generosidad, como se despobló la de los patricios de la antigua Roma bajo la influencia de los mismos vicios y de las mismas inexorables leyes. La forzada selección que constantemente se opera, lleva en sí misma el germen de su propia destrucción. Es lo que demuestra claramente Darwin, hijo del célebre naturalista y sobrino de galton: “Los jóvenes de hoy día que reconocen en sí felices disposiciones de naturaleza, están casi seguros de llegar un día a crearse una honrosa posición, al contrario de otros no tan largamente dotados. Por otra parte, los miembros de familias no numerosas recibirán mejor educación, aparte de otros bienes no tan a la mano de los de familias prolíficas: en consecuencia, les será más fácil abrirse camino hacia los puestos más codiciados. A medida que las generaciones se sucedan, estos dos procesos de selección se harán más y más efectivos. Puede, pues, esperarse que se llegará a encontrar entre las clases superiores una combinación, cada vez más frecuente y de las mismas características, cual es la predisposición feliz, junta a la tendencia de no tener más que una descendencia restringida. Semejante tendencia irá informada por la esterilidad natural, ayudada de un exagerado afán por el porvenir de los hijos todavía por nacer. El resultado que se seguirá es que, por oposición a los individuos deficientemente dotados, los elementos más favorecidos de la población llegarán a una paulatina rarefacción, lo que traerá consigo la inevitable y progresiva decadencia de la raza”. Leonard Darwin. The field of eugenical reform.
¿Qué remedio ponen a esto los especialistas en eugenesia? ¿La limitación de la natalidad en las clases inferiores, como lo preconiza el Birth-Control?
Precisamente todo lo contrario: la propaganda anticonceptiva no figura en el programa de ninguna sociedad eugenésica. Algunas la reprueban hasta abiertamente: tal la sociedad alemana que en el Congreso de 1922 de Munich decretó paladinamente: “Que una política de población basada en la limitación de la natalidad, contraría la selección, porque la experiencia enseña que la disminución de la natalidad se ceba con preferencia en las líneas de los mejor dotados”.
El remedio preconizado es muy otro: “Es importante, sobre todo, modificar la concepción de la vida. El florecimiento de la familia hasta las más lejanas generaciones, debe perseguírsele como un bien superior a la comodidad personal, y no conviene que el estado descuide el porvenir de la raza con provecho de las necesidades del momento”. Dr. Holt. Landelijk congreso tegen het Neo-malthusianisme verslag. 1929.
“Nuestro principal esfuerzo – dice Darwin – debe tender al mejoramiento del nivel del pueblo entero por lo que hace a sus caracteres innatos; para ello se debe obrar sobre la masa, y creo firmemente que el éxito de nuestros esfuerzos hacia un mejoramiento de la raza, depende, en gran parte, de la manera con que los dedicados a eugenesia comprendan la importancia de este principio”. Y más abajo: “Debería hacerse una intensa campaña contra el deseo egoísta de comodidad personal y social: si quiere asegurarse el progreso de la raza, semejante ideal debe sacrificarse con su cuenta y medida en el altar de la familia…”
Es curioso hacer notar que los verdaderos eugenistas hayan llegado a tales consejos de reforma moral como conclusión de sus investigaciones, mientras que los propagandistas del Birth-Control no ofrecen otra cosa para oponer como remedio que una especie de jerigonza científica. “Supervivencia de los más aptos”, exclaman: “The fit ought to multiply”. Los otros, los ineptos, “The unfit”, deben restringir la reproducción, y sí que irán derechamente a ello si siguen los preceptos del catecismo de Eugenesia editado por una sociedad americana, que a la pregunta: ¿a quién debe esterilizarse? Responde sin titubear: ¡a los pobres y otros degenerados!; porque la pobreza es, para ellos, prueba de ineptitud, al menos económicamente; por esto debe coartarse la reproducción de semejantes clases por medio de una profunda difusión de los medios anticonceptivos.
Pero ¿se han tomado la molestia de preguntar, por lo menos, a los pobres si se dejarán persuadir fácilmente de que el bien de la sociedad exige, de su parte, la renuncia a tan imprescriptibles derechos como el de engendrar y educar hijos? De hecho, el remedio propuesto es tan ineficaz como inmoral. Veamos lo que dicen a este propósito los médicos designados por el “Comité de la salud materna”, de Nueva York, para hacer una averiguación o encuesta sobre el Birth-Control al pretender confiar procedimientos seguros a las clases inferiores, no da resultados en la práctica: vese, a menudo, que todo método resulta ineficaz en las viviendas miserables, aparte de que cualquier procedimiento da menos resultados entre las personas menos inteligentes”.
Es también la opinión del Dr. Norman Himes, que ha realizado una minuciosa investigación en las clínicas inglesas de Birth-Control: “Claro es que las clínicas no han podido registrar los débiles mentales, los anormales y epilépticos, los imprevisores, los perezosos e inadaptados de todas suertes”.
Pero ¿qué significa, en puridad, el delito de ineptitud con que los partidarios del Birth-Control gravan a las clases inferiores? A decir verdad, no pasa de ser una noción bien confusa. Porque si nos atenemos únicamente al punto de vista biológico, el criterio de adaptación de una especie a su medio está representado por su capacidad para perpetuarse a despecho de todo obstáculo, sea cual fuere. Los pobres y las clases necesitadas no son, en manera alguna, menos aptos que los demás, biológicamente hablando, ya que siempre han sido los más prolíficos. Las estadísticas inglesas demuestran paladinamente que ya en 1851, mucho antes, por consiguiente, que el neomaltusianismo comenzará a propagarse, los ricos tenían muchos menos hijos que los pobres. Parecidas observaciones establecen para la especie humana, ni más ni menos que entre los animales que una nutrición excesivamente rica puede ir acompañada de una depresión en la fecundidad. Tal factor podría explicar, hasta cierto punto, la relativa esterilidad de las clases más elevadas de la sociedad.
Si empleamos otros criterios, tal como el de la moralidad, salta a la vista que los que quieren a toda costa imponer la limitación de la natalidad a los pobres para no tener en qué ocuparse, no demuestran en sí el alto grado de caridad y altruismo que quisiéramos encontrar en los apóstoles de la civilización. Por lo que hace al pretendido criterio económico, significa, simplemente, que para determinadas clases de individuos, dotados de las cualidades biológicas y morales que son necesarias para una existencia normal, las condiciones del medio en que se encuentran emplazados desde su nacimiento les son hostiles hasta el punto de impedírselas realizar. En este caso, como ya lo hemos visto arriba, es el medio precisamente el que debe ser modificado, y no el individuo tachado de inepto quien debe sufrir el sacrificio.
La pretendida ineptitud de las clases inferiores no pasa de ser un prejuicio destituido de todo fundamento. Pese a todas las tentativas, jamás ha podido ser demostrado de manera perentoria que las cualidades estrictamente innatas de determinada clase social sean superiores a las de cualquiera otra. Sino que, por el contrario, es probablemente exacto que se encuentra un número aproximadamente igual de mentalidades deficientes en todas las clases de la sociedad, con la sola diferencia que estas faltas se disimulan más fácilmente entre las clases acomodadas que entre las demás.
No hay excepción más que para la capa más inferior de la sociedad, que representa alrededor del 10 por 100 de la cifra total, y que encierra en sí el mayor número de calamidades sociales: débiles mentales, vagabundos, inestables, pervertidos sexuales y prostitutas, alcohólicos, degenerados, etc.… Y lo que es más, verdaderos portadores de gérmenes de deficiencia mental. Sobre esa capa inferior y verdaderamente inepta y cacogénica es donde deben concentrarse los esfuerzos de la eugenesia negativa. Pero no miraban a ella los partidarios del Birth-Control cuando hablaban de indeseables o ineptos. Acabamos de ver, según el testimonio de los eugenistas, esa categoría social verdaderamente indeseable es la única que no debe ser tocada por la propaganda anticonceptiva.
En realidad, pues, la oposición entre calidad y cantidad es uno de los sofismas más engañosos que ha imaginado el Birth-Control. La imprecisión de los términos encubre y favorece una petición de principio que sus autores quisieran ver prosperar y contra la cual se levanta toda la experiencia de los siglos. Porque una fecundidad normal ha sido siempre condición de la prosperidad y progreso de los pueblos.
No será posible evitar la disminución en la calidad con que nos amenaza el paulatino decrecimiento de las clases directoras, sino echando mano, oportuna e importunamente, de esas como reservas de energía que constituyen las familias numerosas, sobre todo entre el pueblo. Si determinadas civilizaciones han podido mantenerse incólumes a pesar de la acción combinada de las leyes naturales y del egoísmo humano que diezmaba sus selectos, es porque éstos eran continuamente renovados por una afluencia de fuerzas nuevas venidas de abajo. Así se operaba en su seno, gracias al mecanismo de la propia ley natural, el restablecimiento de valores que nosotros hemos visto realizarse de análoga manera en las relaciones entre las razas progresivas y declinantes. Por otra parte, si eliminamos de la población las capas que representan los dos extremos de la escala social. Alrededor de un 10 por 100 de la cifra total, la aristocracia por un lado, y las ínfimas clases por otro, nada hay que pueda justificar la presunción de que el 80 por 100 restante sea indigno de participar en la propagación de la raza. Si no brillan, tal vez, por sus extraordinarias cualidades, no escasean en virtudes sólidas de inestimable valor. En todas las épocas de la Historia los hombres que más se han destacado, los que más ampliamente ejercieron la influencia y la autoridad, se educaron, con frecuencia, en modestos hogares. Tales hombres vinieron a ocupar el puesto vacío que dejaron otros considerados como superiores, pero que, negligentes o incapaces, no llenaron su primordial deber para con la sociedad: el deber de la paternidad. No se enreda ni embaraza la naturaleza con los prejuicios en que se pone su complacencia una minoría egoísta.
“Claramente demuestra que prefiere las clases inferiores que viven sencillamente, que se reproducen más o menos según el instinto, que no disertan ni sutilizan sobre el porvenir de la raza y de la civilización, pero que eficazmente lo aseguran criando y educando hijos. Podremos despreciarlas y creerlas intelectualmente inferiores, podremos pretender que aseguran la propagación de la raza, simplemente, porque no sienten el peso de esta carga o no saben cómo eludirla; pero tienen, como cosa propia, la supervivencia, y con la supervivencia, el porvenir. Podremos creer, y aún probarnos a nosotros mismos, que una civilización creada por esas gentes sería netamente inferior a la nuestra; pero si la naturaleza los prefiere porque no podemos ni queremos preocuparnos del porvenir educando hijos, no nos queda otro recurso que acomodarnos a su veredicto”. Warren S. Thomson
La eugenesia se relaciona, pues, con la demografía: el afán de mejoramiento de la raza y el de su propia conservación tienen las mismas exigencias. Nada de medidas de restricción, nada de eugenesia negativa si queremos precaver un peligro real e inminente; sino apliquemos, a toda prisa, las más intensas influencias tonificadoras. Lo que hace falta es estimular una más generosa fecundidad en las clases altas, y una reforma social y moral en todas ellas.
No encontramos esta reforma moral en la doctrina de aquellos que única y exclusivamente coinciden el mejoramiento de la raza desde el punto de vista de la comodidad de las clases privilegiadas, que no se preocupan de ayudar a sus hermanos a quienes cupo peor suerte. La verdadera eugenesia no se acomoda ni se resigna con ciertos métodos, de más oportuna aplicación en la cría de animales domésticos.
Los partidarios del Birth-Control no conseguirían otra cosa que precipitar el empeoramiento de calidad, que tanto lamentan de continuo. “porque, entre los hombres, la cuestión de derecho y deber en materia de procreaciones de más densa complejidad que cuanto ellos imaginaron; hay en su trama factores morales y espirituales cuya importancia no se puede menospreciar”. Antes que obstinarse en su política de limitación, lo harían evidentemente mejor meditando las palabras del gran pedagogo alemán Foerster: “No es casualidad que la sabiduría de los antiguos dirigiera su atención más sobre la regeneración que sobre la generación; más sobre el renacimiento – valga la palabra – que sobre el nacimiento, y prohibiera hacer combinaciones y adicciones en una serie de fenómenos cuyos elementos vitales constitutivos siempre permanecerán en la oscuridad. Para nosotros, mortales, es imposible conocer las verdaderas tendencias vitales que se transmiten por dos seres humanos a un tercero: nunca seremos verdaderamente capaces de dominar nuestra existencia colocándonos en este punto de vista, y si dejamos una hipótesis será para dar en otra. A la curación, a la regeneración, a la educación verdadera han de tender nuestros esfuerzos”.
No es menos cierto que existe determinada categoría de individuos cuya reproducción no es halagüeña para la sociedad. Nos referimos a los verdaderos ineptos, anormales de toda especie, degenerados mentales y morales, psicópatas y delincuentes incorregibles. Recientes investigaciones de antropología criminal parecen demostrar que su número aumenta de continuo, y justifica, de parte de la sociedad que sufre sus vejaciones y cargas, las medidas de protección que suelen llamarse “defensa social”. Evidentemente, no se trata de medios anticonceptivos: hemos visto, en lo que llevamos dicho, que, aún prescindiendo de toda cuestión moral, su insuficiencia es palmaria. Dos medidas de defensa social recomiendan y han puesto en práctica eugenistas y legisladores en algunos países: la restricción del matrimonio y la esterilización. Ambas entrañan en sí graves problemas de orden científico, jurídico y moral.
En Estados Unidos de América, sobre todo, existen, desde hace unos treinta años, leyes precisas que condicionan el matrimonio de las diversas clases de anormales. Llegan hasta la absoluta interdicción en el caso en que la deficiencia mental sea de naturaleza que llegue a invalidar todo contrato. En algunos Estados de la Unión, hay también leyes restrictivas que aluden a los que están afectos de enfermedades contagiosas, sobre todo venéreas: para estos casos la autorización del matrimonio se subordina a un certificado médico de curación. Análogas leyes existen en algunos países de América del Sur y en los países escandinavos: imponen, entre otras, la obligación para todo futuro contrayente de un certificado de aptitud para el matrimonio.
Es de notar que en Estados Unidos, donde las leyes de esta índole son más antiguas, apenas han sido aplicadas, por norma general. El realismo, característico de América, ha reglamentado, en la práctica, lo que las especulaciones teóricas tenían tal vez de exageración. Porque no ha tardado mucho en reconocerse que semejantes leyes, en su conjunto, eran de difícil y aún de perjudicial aplicación: descubriéndose también gran cantidad de fraudes, facilitados, desde luego, por la fácil acogida dispensada a estas leyes por la opinión pública y aun por la mayoría de los médicos.
Desde el punto de vista científico, se les puede objetar que no llenan la misión para la que fueron dictadas: la prohibición del matrimonio tiende a prevenir la procreación de descendencia indeseable; ahora bien: no se consigue lo que se pretende, porque el contingente de hijos ilegítimos viene a reemplazar aquellos cuyo nacimiento se quiso impedir. Los anormales a que quiere extenderse la ley se distinguen, con frecuencia, por ser sumamente prolíficos, por la carencia de sentido moral y de cuanto suponga cuidado por su descendencia.
Otra objeción que se opone a la práctica de la ley de restricción del matrimonio se origina de la extrema dificultad de fijar un criterio de incapacidad suficientemente estable y preciso. ¿En qué casos y desde qué grado de insuficiencia mental o física podrá entrar en juego legítimamente la prohibición del matrimonio por probable deficiencia de los hijos? La misma pregunta, y aun con urgencia más perentoria, se nos ofrece por lo que toca a las leyes de esterilización.
De manera general, puede decirse que nuestros conocimientos sobre la herencia de enfermedades y taras mentales y fisiológicas no están lo suficientemente depuradas para que podamos asignar a determinados grupos de anomalías o enfermedades el carácter de transmisión fatal, que haría, a los que las padecen, sujetos a propósito para tomar medidas de eugenesia. No se puede dudar de que la transmisión familiar exista, y así lo han establecido de manera adecuada las investigaciones de los antropólogos. Sabemos de líneas enteras, dadas a conocer por pacientes investigadores, en las cuales salta a la vista la aterradora proporción de anormales, degenerados y delincuentes de toda especie: tal, entre otras, la familia Yutes,, verdadero almacén de mentalidades deficientes: de ella han salido 312 mendigos y vagabundos, 17 rufianes y 79 malhechores, en un total de 790 descendientes. La familia a que hace referencia el Dr. Vervaeck, de la que fue cabeza un malhechor nacido en 1720, ha dado, entre 2.000 descendientes, hasta 1.500 indeseables: 197 criminales, 300 mendigos y vagabundos, 440 de deficiente mentalidad, alcohólicos y anormales, 50 prostitutas, 213 de presunta honradez; 300 de los descendientes murieron en edad prematura: entre los criminales, 7 fueron ajusticiados, 60 murieron en la cárcel y 61 cumplen condena de doce años de prisión por término medio.
Notemos que no todas las líneas que se han estudiado tienen tanta fuerza demostrativa: los anormales se mezclan, con frecuencia, con una notable proporción de individuos de perfecta normalidad y aun de dotes sobresalientes. Aparte de esto, pueden hacerse algunas reservas sobre el valor de algunos de estos diagnósticos retrospectivos, porque ciertos investigadores parece que tienen empeño en clasificar como anormales a individuos sobre los que no se ha hecho la oportuna investigación. En fin, sea cual fuera el valor probatorio de estas notas de herencia morbosa, no pueden, en manera alguna, servir para diagnosticar lo futuro, ya que la suma complicación de las leyes hereditarias no permite generalizar los resultados, por concluyentes que sean, de algunas observaciones aisladas. Siempre se encontrarán, en materia de eugenesia, casos concretos que se han de resolver, por lo mismo, concretamente, mediante un examen biológico hecho a fondo, acompañado de averiguaciones o encuestas familiares muy completas.
Aun reunidas todas estas precauciones, no llegaremos a una certeza absoluta. “En general – dice el Dr. Vervaeck -, diagnosticar acerca de la probabilidad grande, cuando no de la fatal transmisión familiar, de las taras peligrosas que caracterizan a ciertos grupos de enfermos y anormales, será difícil y aun imposible. Las razones son complicadas: incertidumbre de las leyes hereditarias en el hombre; posible estado latente de tendencias peligrosas en la descendencia directa, y probabilidades de su desaparición en las sucesivas generaciones bajo la influencia de uniones convenientes, sobriedad, vida higiénica y una reeducación moral o pedagógica apropiada, ayudada de una terapéutica eficaz. En fin, será de no escasa dificultad distinguir en un sujeto anormal o enfermo, si las lacras o tendencias peligrosas que presenta son de origen hereditario, si se deben a las blastotoxias o si son consecuencia de enfermedades o infecciones contraídas en los primeros años”.
Cuando se trata de blastotoxias o de enfermedades de la infancia, es clarísimo que las taras no se originaron de una falta transmisión. Ahora bien: es ya del dominio público en la ciencia, que el campo de las blastoxias es mucho más extenso de lo que antes se pudo suponer; y aun, a lo que parece, su influencia en el origen de las distintas degeneraciones, sobrepasa a la de la herencia morbosa. Lo que es decir, que la evolución de los conocimientos en materia de hereditarismo en el hombre, tiende a restringir poco a poco el campo de la eugenesia.
Pero aún hay más. A la considerable dificultad que pueda encontrarse en un caso dado para afirmar la probable transmisión de una lacra física o mental, hay que añadir otra de mayor monta, que consiste en precisar si la tara en cuestión es los suficientemente importante para que se la pueda considerar como un peligro para la sociedad, condición indispensable para justificar una medida restrictiva cualquiera a título de defensa social. Nos encontramos en un campo apenas explorado, en el que la más rigurosa prudencia se impone de suyo a todos los espíritus científicos, hecha abstracción de las opiniones o prejuicios que hubieran bebido en una u otra fuente.
Si las medidas de restricción del matrimonio de anormales tienen en su contra serias objeciones desde el punto de vista científico, de mucho mayor peso son las que resultan encarando el problema desde el punto de vista moral.
Porque, en efecto, no pertenece al estado trazar, de manera absoluta y definitiva, los límites entre los que puedan moverse los hombres al ejercitar su derecho al matrimonio. Es esta una cuestión mixta, que tanto tiene de derecho natural del individuo, como de interés de la sociedad, y sometida, en último término, a la moral, que la domina y envuelve en todas y cada una de sus partes.
El celo por el interés público, primordial preocupación del poder civil, deberá, por consiguiente, temperarse prudentemente con la consideración de los derechos del individuo que, aunque no le corresponden en todo y ante todo, no pueden, sin embargo, sacrificarse sin razón suficiente y por puro capricho. En tales materias será rudimentaria medida de prudencia inspirarse en la actitud de la Iglesia Católica, que nunca admite impedimento al matrimonio, basado únicamente en las posibles cualidades de la futura descendencia.
En este punto se muestra conforme con la doctrina que sostiene acerca de los derechos del individuo, de la dignidad de la persona humana y el inestimable precio de su alma inmortal. El matrimonio, para ella, representa, ante todo, un medio de santificación, un modo de vida normal para la mayoría de los hombres. Por lo que hace al valor de la descendencia, no se ciñe a sus cualidades físicas, sino que fija toda su atención en la preponderante dignidad del destino sobrenatural común a todos. Aun el matrimonio de los de mentalidad deficiente no está prohibido sino en cuanto son incapaces de realizar un contrato válido, y no por la posible calidad de los hijos. “Porque la existencia es, de suyo, un beneficio, y la enfermedad, que tal vez la acompaña, disminuirá su valor, pero nunca llegará a suprimirlo”. Santo Tomás expresó el mismo pensamiento en aquellas palabras: “melius est eis sic esse, quam penitus non esse”.
Las mismas objeciones pueden oponerse a las legislaciones que subordinan el derecho al matrimonio a la previa obtención de un certificado, que pudiéramos llamar prenupcial. No es otra cosa que una nueva modalidad del anterior abuso del poder civil, la intromisión en un campo que no es exclusivamente el suyo propio. Importa que precisemos aquí el punto donde comienza este abuso de poder: no es el principio del certificado prenupcial lo que hay que condenar, ni siquiera su obligatoriedad, sino, solamente, la formal interdicción del matrimonio, que, según el espíritu de la ley, estaría fatalmente ligado a un certificado desfavorable. Inútil parece decir que semejante ley no se vería libre de numerosos abusos e infracciones, secuela inevitable de las leyes demasiado rigurosas, que, por la violentísima reacción que provocan, llegan a ser más perjudiciales que útiles; porque toda reacción entraña en sí una peligrosa tendencia al exceso y a la generalización. Por razones de principio y oportunidad tal legislación debe ser rechazada de plano. Muy otra cosa sería si la ley se contentara solamente con la obligatoriedad del certificado médico, sin subordinar a él la autorización para el matrimonio, siempre con la condición de que los dos interesados conozcan su recíproca situación y acepten las consecuencias. De esta manera quedaría salvaguardado el principio del derecho individual al matrimonio, y, por otra parte, las exigencias del bien común se verían satisfechas, a lo menos parcialmente. Porque podemos suponer que, en numerosos casos, la perspectiva del examen médico obligatorio y la eventual comunicación a la otra parte, contendría a no pocos candidatos afectos de alguna tara fisiológica o moral, cosa que no hubieran conseguido los escrúpulos de conciencia. Tal vez sería preferible, aun en este caso, que el habitual uso de certificado prenupcial se introdujese gradualmente en las costumbres sin ninguna intervención de los Poderes públicos. Tal es el parecer, por lo menos, de los moralistas y de no pocos eugenistas moderados. Tal es, también, la conclusión del congreso de la A.C.J.B. (Asociación Católica de la Juventud Belga), consagrado al estudio de la familia (Lieja, 1927). La oportunidad de semejante reforma apenas tiene necesidad de justificación, ya que se inspira en las más elementales consideraciones de prudencia y de justicia.
Prudencia consigo mismo, para no empeñarse en un contrato cuyas obligaciones tal vez no se pudieran cumplir dignamente: justicia con la otra parte, a la que no es lícito ocultar un estado de cosas quizá susceptible de modificar su actitud. Innumerables miserias y desgracias se evitarían el día en que esta recíproca responsabilidad sea mejor entendida por los aspirantes al matrimonio y por sus padres, con frecuencia tan propensos a desatender las realidades físicas del matrimonio y a sacrificarlas en aras de la situación económica.
La legislación de eugenesia den los Estados Unidos, no se contenta con las leyes de restricción del matrimonio: en estos últimos veinte años, la mitad de los 48 estados de la Unión han promulgado leyes sobre la esterilización de anormales y degenerados, cuya procreación no se considera deseable. Estas leyes, más o menos variables, según los Estados, prescriben, en general, que los casos en que ha de practicarse la esterilización estarán sometidos a una comisión médica y administrativa, que oirá a los padres o tutores: éstos podrán recurrir en apelación ante el tribunal civil. De los 24 Estados que han adoptado una ley semejante, en 20 la ley está en vigor todavía, pero en muchos de ellos apenas si se aplica: en los cuatro Estados restantes, la ley fue derogada. Desde 1907, en que por primera vez se practicó una esterilización en el Estado de Indiana, hasta julio de 1925, se registran 6.244 casos de esterilización en las estadísticas oficiales de la Eugenics Record Office; de este número total, 3.233 intervenciones se practicaban antes de 1921 (a saber, 403 en sujetos afectos de debilidad mental; 2700 en psicópatas y 135 en criminales); lo que prueba que, en su conjunto, las leyes de esterilización no han caído en desuso. Es de notar que todas las esterilizaciones se han practicado por puras indicaciones de eugenesia; sólo un Estado conserva en la actualidad una ley de esterilización considerada como sanción penal; solamente ha sido aplicada una vez. Parecidas disposiciones, que existían en algunos Estados, han sido derogadas ulteriormente.
Tal es, pues, la situación de Estados Unidos.
En Europa, la legislación eugénica es menos avanzada. El Cantón de Vaud (Suiza) ha sido el primero en promulgar una ley autorizando la esterilización, con cargo al Estado, de enfermos mentales hereditarios. Mas hasta el presente apenas ha sido practicada la operación de manera oficial. La esterilización eugénica estrictamente voluntaria, ha tomado estado legal en Dinamarca en 1929. En Suecia, un proyecto de ley se presentó en 1930; también existen proyectos en Alemania y Checoslovaquia. En fin, los países europeos se orientan gradualmente hacia una legislación eugénica, a pesar de los reparos que se le oponen desde el punto de vista científico y moral.
Resulta evidente que las objeciones formuladas contra la ley de restricción del matrimonio de anormales y degenerados, conservan toda su fuerza contra la esterilización: tanto más, por tratarse aquí de una medida más radical que atenta directamente a la integridad corporal y a la dignidad de la persona humana. Sabemos ya que, merced a la imperfección con que conocemos las leyes hereditarias, un pronóstico seguro sobre la transmisión de cualquier tara o enfermedad, es rara vez posible. ¿Cuánto más difícil será precisar que esa enfermedad o tara ha de propagarse por herencia de forma tal que constituya en los descendientes afectos de ella un peligro o carga para el estado? ¿Cómo o mediante qué criterios se llegará a distinguir los sujetos a quienes deban aplicarse las leyes de eugenesia, o, con otras palabras, los sujetos llamados cacogénicos?
¡Cuantos abusos en perspectiva, cuántos errores en la clasificación de los individuos cuando se pretenda dirimir si han de dar descendencia inepta o degenerada! Añádase a esto que, para ser efectiva, debe la esterilización ser muy precoz, so pena de ver que se acumulan los hijos ya tarados, cosa irrealizable en la mayoría de los casos.
De la incertidumbre de nuestros conocimientos en materia de eugenesia y de la dificultad en su aplicación práctica, resulta que al esterilización jamás tendrá sino una estrechísima puerta para salir en defensa de la sociedad. Deberá forzosamente limitarse a un exiguo número de individuos manifiestamente anormales o peligrosos: ahora bien, el principal peligro que tales sujetos presentan al Estado, no radica precisamente en las eventuales lacras de su posible descendencia; su misma presencia en el medio social es lo que constituye su acción dañina, contra la que la sociedad tiene perfecto derecho a defenderse, y esto no será posible sino mediante su reclusión. Aun los partidarios más fervoroso y resueltos de la esterilización reconocen la necesidad de mantener la separación como medio de defensa subsidiario.
Pues si la aplicación de la esterilización no suprime, en la mayoría de los casos, la necesidad de la separación, resulta que ésta basta ya para poner a buen recaudo los intereses del Estado, ya que puede, a la vez, impedir la reacción antisocial de los anormales y prevenir su reproducción.
Objetan algunos a esto, que la separación o reclusión resulta más cruel y más costosa que la esterilización misma. La primera objeción cae por su propio peso, si, como desde luego se hace, se practica el aislamiento como forma de separación, es a saber: aislamiento de sexos en colonias aisladas también, donde los anormales se den a trabajos del campo o manuales bajo una conveniente vigilancia. Esta solución, la más humana y feliz a la vez, ha sido, desde mucho tiempo la defendida por los católicos: una de las instituciones más importantes de esta especie es la colonia de Ursberg en Baviera, y parecidos organismos existen en Dinamarca y en otros países.
Claro que la separación resulta más costosa que la esterilización; más si se tiene en cuenta el escaso número de sujetos que podrán quedar libres, aun después de la intervención, y las sumas que el Estado recaudará por el trabajo de los así separados, la diferencia se atenúa considerablemente. Puede, además, presagiarse para el provenir una disminución progresiva de las cargas que debe soportar el estado, porque gran número de sujetos ·cacogénicos” estarán continuamente imposibilitados de dar el ser a sujetos indeseables.
El método de separación como solución al problema hereditario de los anormales, cuenta con la adhesión de todos los eugenistas que, por razones de principio o de aplicación, no se muestran conformes con la esterilización. La revista americana América relata como sigue, la conclusión de una encuesta promovida por la “Central Asociación for Mental Welfare”, agrupación inglesa que en estos últimos diez años ha hecho investigaciones sobre 34.000 casos de enfermedades mentales: “La aplicación de las leyes de esterilización no atajará las anomalías mentales; la libertad en que se pone a los individuos después de la esterilización, resulta, de rechazo, en detrimento de los propios anormales, al retardar por cierto tiempo nada más su reclusión, que es el solo y positivo remedio. La esterilización no es una medida protectora ni para los anormales ni para la sociedad”. Puede ponerse a la par de esta declaración la publicada por el Comité Nacional Americano de Higiene Mental, que reunió las principales autoridades en psiquiatría de Estados Unidos. Nunca el Comité se definió positivamente en pro o en contra de la esterilización: sus miembros eran de parecer que el actual estado de nuestros conocimientos en materia de enfermedades mentales no justifica la aplicación general de las leyes de esterilización, y estimaron que, lejos de resolver la dificultad, crea, por el contrario, otras nuevas.
La Academia de Medicina de Nueva York redacta como sigue una consulta en 1926, por medio de su comisión de higiene pública: “La cuestión de la esterilización de ciertos tipos de mentalidad anormal no ha progresado gran cosa por dos razones. Es la primera, que existe una prevención general contra la esterilización por las dificultades y posible abusos que fatalmente acompañan su aplicación: la segunda se refiere a las opiniones sumamente divergentes sobre posible tara hereditaria de los perturbados mentales; en ninguna de sus especies están los peritos de acuerdo a este propósito”.
En fin, la comisión oficial inglesa para el estudio de la deficiencia mental, concluye así su Memoria del año 1929: “La esterilización no reducirá de manera apreciable el número de anormales ya recluidos, porque pocos de ellos serían capaces de vivir normalmente en sociedad. La esterilización ni hace a los anormales más estables, ni los salvaguarda contra el crimen; y puede, por el contrario, aumentar su peligro moral y llegar a ser una fuente de males para la salud pública. En fin, la esterilización de unos pocos no disminuiría en absoluto la necesidad urgente de asilos más numerosos y mejor equipados”.
Resulta, pues, que ni aun en América hay acuerdo que parezca oportuno a las leyes de eugenesia; pero no nos debemos admirar de esto si pensamos en las enormes dificultades de orden moral que se añaden a las objeciones de orden puramente científico.
En efecto, la esterilización traería por consecuencia, desde luego, favorecer la inmoralidad y las enfermedades venéreas. Aquí llega en sus consecuencias, y de manera, por cierto, un tanto paradójica, a donde llegan los medios anticonceptivos. Porque la esterilización, tal como se preconiza y practica actualmente en América, no reduce al individuo que la sufrió a la absoluta impotencia sexual, sino que solamente la priva de poder tener relaciones sexuales fecundas. Este resultado se obtiene por la vasectomía en el hombre y la salpingectomía en la mujer, operaciones relativamente benignas las dos y que únicamente tienden a evitar la emigración de las células germinales, sin poner obstáculos a su génesis o formación ni a la de las hormonas estimulantes que normalmente la acompañan. La castración verdadera, o sea la total ablación de los órganos genitales internos, apenas ha sido practicada como medida de eugenesia, por los graves trastornos que provoca en la salud general: de los 6.244 casos de esterilización efectuados en los Estados Unidos, solamente se registran 310 casos de castración, de ellos 151 en hombres y 159 en mujeres. La posibilidad y el deseo o apetito de relaciones sexuales, se conserva, de esta manera, después de la esterilización en los sujetos de mentalidad insuficiente, de donde se sigue fatalmente que se entregan sin freno ni medida a sus impulsos libidinosos, favoreciendo enormemente la propagación de la inmoralidad y las enfermedades venéreas.
Tal es, desde luego la opinión de más de un psiquiatra americano, principalmente del Dr. Fernald, director del “Waverly Institution for the Feebleminded” en Massachussets:
“A mi parecer, es sumamente probable que la esterilización aumentará el número de las relaciones sexuales irregulares. En la mujer, el miedo a un posible embarazo, es con harta frecuencia decisivo para apartarla de una unión sexual ilegítima. Como la esterilización de uno de los dos elementos basta para descartar toda posibilidad de embarazo, este obstáculo queda reducido a la nada” Laughlin
El Dr. Bernstein, director del “Rome Custodial Asylum”, opina de idéntica manera: “La vasectomía no modifica las perversas tendencias de los anormales; solamente impide la fecundación; de esta manera se formará como un grupo de personas que se sentirán, realmente, distintas de las demás y querrán tener realciones sexuales con cualquiera que lo desee: los sitios en que semejantes individuos se establezcan, y, a no tardar, vivan juntos, pronto serán conocidos. Consecuencia: mayor desenfreno, mayor abundancia de enfermedades venéreas y mayor corrupción de costumbres”.
Las prevenciones de la moral tradicional respecto de la esterilización, no se basan solamente en sus funestos resultados, sino que declaran pernicioso y condenable el principio mismo de la esterilización con miras a la eugenesia, y esto en virtud de leyes generales que contradicen la legitimidad de semejantes mutilaciones. Ahora bien: la esterilización, siquiera sea bajo la forma atenuada de vasectomía o salpingectomía, es una operación mutilante, ya que priva al sujeto que la ha padecido de una función primordial, cual es la procreación de nuevos seres vivos. Para que en moral quede justificada tal operación, se precisan razones de proporcionado peso a la gravedad de la mutilación que se sufre. Sólo la guarda de la vida o de la salud es de superior interés a la facultad procreadora – porque el respeto debido al cuerpo, es primero que el deseo de procurarse una descendencia -, de donde sus legítimas exigencias harán lícito, en ciertos y determinados casos, lo que desde luego no es malo de suyo.
Esto es una simple aplicación de la ley del doble efecto: un mal físico no buscado directamente, y, sin embargo, tolerado porque es inseparable de un positivo bien que legítimamente se puede alcanzar.
Por eso, la esterilización, como medida terapéutica, está plenamente justificada cuando la condición patológica de los órganos de la generación es tal, que resulta imposible recuperar la salud sino merced a su amputación. Según el parecer de muchos teólogos, también lo estaría en ciertos casos de enajenación mental y perversión sexual, cuando, fracasados todos los medios susceptibles de modificar y enmendar eventualmente peligrosas tendencias sexuales.
Interesantes investigaciones se han hecho en Suiza sobre esta materia, desde hace unos quince años, por el Dr. Maire, profesor de Psquiatría en Zurich, en buena parte con halagüeños resultados. Pero la esterilización, cualquiera que sea el modo con que se efectúe, jamás estará permitida cuando se practique buscándola directamente, con la precisa intención de suprimir la facultad generadora, que es el caso de las intervenciones con miras de eugenesia.
Los partidarios de las legislaciones eugenésicas invocan la razón de Estado: éste tiene perfecto derecho a defenderse, si preciso fuere con la fuerza, contra los peligros que le amenazan. Ahora bien: los anormales de toda especie constituyen, ya por su propia existencia, ya por su multiplicación, una carga y un peligro para la sociedad: consecuentemente, ésta puede emplear los medios de defensa oportunos, como lo será esterilizar a los anormales peligrosos ni más ni menos que hace ejecutar a los criminales dañinos.
En masillado en el cuadro de defensa social, el medio eugénico de la esterilización no sería ya una mutilación condenada por la moral, sino una legítima medida de saneamiento y de salubridad pública.
En realidad, el derecho de legítima defensa no puede ejercerse por el Estado, como ni tampoco por un particular, sino dentro de sus límites precisos: al uno, lo mismo exactamente que al otro, no se le autoriza la represión por la fuerza, si no existe un peligro real para su vida, imposible de combatir por los medios ordinarios.
Es claro como la luz, que el inmoderado crecimiento del número de anormales, criminales y degenerados pudiera constituir a la larga una intolerable carga y hasta un peligro para el Estado. Pero queda por probar que la situación actual esté tan recargada de sombras. No está demostrado que todo anormal esté dotado de una inquietante fecundidad: el Dr. Fernald, del “Waverly Institute for Feebleminded”, ha estudiado el caso de degenerados mentales que abandonaron el asilo a pesar y en contra del parecer de los médicos. Muchos de ellos se han casado y su descendencia no sobrepasa la media de un hijo por matrimonio.
Sabemos, por otra parte, que se han exagerado muchísimo la trascendencia hereditaria de las afecciones mentales. Los matrimonios de anormales estudiados por el Dr. Fernald procrearon hijos, algunos de ellos psicópatas, pero la mayoría de perfecta normalidad. Otro dato al mismo respecto: el Dr. Howe hizo un recuento de los idiotas o imbéciles que vivían en Massachussets en 1848: en la actualidad no hay un solo alienado que lleve el mismo nombre en las ciudades donde se hizo la investigación. Las afecciones mentales tienen, por consiguiente, una marcada tendencia a desaparecer en el curso de las generaciones.
En numerosos casos los blastotoxias deben ocupar el lugar que les pertenece como causa de los desórdenes mentales, en vez de la transmisión hereditaria, fatal e inexorable. La degeneración de las células germinales, con su corolario de decaimiento de la raza, puede reducirse notablemente mejorando las condiciones higiénicas, luchando contra el alcoholismo, la tuberculosis, las enfermedades venéreas, la toxicomanía y otras, que son sus causas determinantes. Esto sí que es para la sociedad un pavoroso peligro, de muy distinta cuantía que la eventual descendencia de algunos psicópatas.
Por lo que hace a los individuos realmente indeseables y de los que fundamentalmente se pueda creer que su descendencia será nociva para la sociedad, en ninguna manera es necesaria una mutilación que, en la mayoría de los casos, no les libraría de la separación, que es la verdadera solución del problema, la más humana, la más justa y la que mejor vela por los intereses de la sociedad y del individuo.
La defensa social, puesta a buen recaudo sin recurrir a la esterilización eugénica, rechaza la práctica de ésta que no tiene ya razón de ser. De modo que la ciencia y la moral se aúnan para condenar su uso. Tal es la opinión del cuarto concilio provincial de Malinas (1920), que se expresa como sigue: “Nunca está permitido dejar al hombre o a la mujer ineptos para el matrimonio fecundo, aunque se practique abusivamente, como es sabido en ciertos países, so pretexto de selección humana”.
La limitación de la natalidad. Dr. Raoul de Guchteneere. 1935

  ©Template by Dicas Blogger.