1.1. Margaret Sanger y el control de la natalidad

Margaret Sanger, hija de Michael Hennessey Higgins y Anne Purcell Higgins, nació el 14 de septiembre de 1879 en Corning, Nueva York. Margaret, que posteriormente se convertiría en la fundadora de Planned Parenthood, tenía diez hermanos, tres chicas y siete chicos. Además de eso, la madre de Margaret tuvo siete abortos.
Mientras que su madre conservó, aunque de forma callada, una profunda fe católica, el padre de Margaret fue para ella la influencia omnipresente en sus años más tempranos. En palabras de Margaret, Michael Higgins era un “inconformista de la cabeza a los pies”. Era un socialista y librepensador al que le hervía la sangre al ver el tratamiento que recibían los más pobres y que se mostraba receloso de la religión organizada, especialmente del catolicismo. De ahí que no permitiese a su esposa ir a Misa o instruir a los niños en la fe. Irónicamente, se ganaba la vida “esculpiendo ángeles y santos a partir de enormes bloques de mármol blanco o granito gris para las tumbas de los cementerios”. Pero como su apoyo a determinadas causas políticas (en particular, la defensa de un impuesto único sobre la tierra) supuso una ofensa para los católicos, además de que invitó a un conocido crítico del cristianismo ortodoxo a hablar en Corningm perdió buena parte de su negocio, de modo que hacer frente a las necesidades de su siempre creciente familia se le hizo cada vez más difícil. Su carácter poco previsor no hizo más que agravar esta dificultad: con frecuencia empleaba el dinero necesario para la casa en sus causas favoritas, como cuando utilizó todo el dinero destinado a pagar el carbón del invierno para un banquete en honor del reformador social Henry George.
En su autobiografía, Sanger deja claro cuáles fueron las impresiones de su infancia que tuvieron más influencia sobre ella de cara a su posterior cruzada por el control de la natalidad. En sus recuerdos de Corning, “las familias grandes eran algo asociado con la pobreza, los trabajos más duros, el paro, el alcoholismo, la crueldad, las peleas y las cárceles; las familias pequeñas lo estaban con la limpieza, el placer, la libertad, la luz , el espacio, el sol”:

“Los padres de las familias pequeñas poseían sus casas en propiedad; en ellas, madres de aspecto juvenil tenían tiempo para jugar al croquet con sus maridos por las tardes en sus cuidados jardines. Sus ropas tenían estilo y encanto y estaban rodeadas por la fragancia de su perfume. Caminaban en sus expediciones para ir de compras con sus hijos de la mano, los cuales a todas luces disfrutaban positivamente de su derecho a vivir. Para mí, la distinción entre felicidad e infelicidad en la infancia estaba entre las familias pequeñas y las familias grandes, más que entre la riqueza y la pobreza”.

Como se ha mencionado ya, todo lo que pudo hacerse con respecto a la educación religiosa de Margaret se hizo furtivamente, bajo la sombra de su padre librepensador. Su madre, Anne, no se atrevía a ir a la iglesia contra los deseos de su marido, pero la joven Margaret en ocasiones se escabullía para ir cuando su padre estaba trabajando fuera de la ciudad. No fue bautizada hasta el 23 de marzo de 1893, a los trece años; también en secreto recibió la Confirmación un año después, en julio de 1894. Pero como las opiniones que su padre tenía con respecto al catolicismo eran bien conocidas, no se sintió precisamente bienvenida en la Iglesia.
Margaret dejó Corning para ir al Claverack Collage, que era un instituto de enseñanza secundaria en régimen de internado. Allí conoció a Corey Alberson, con el cual se comprometió en secreto; no obstante, en lugar de consumar el compromiso casándose, optaron por un “matrimonio a prueba”.
Margaret no llegaría a finalizar sus estudios. Su padre se la llevó de vuelta a casa porque su madre estaba muriéndose. En contra de sus convicciones, Michael Higgins permitió que un sacerdote le administrase los últimos sacramentos el 31 de marzo de 1899. “Mi Cielo comienza esta mañana”, respondió la madre de Margaret después de recibir el último sacramento. Margaret, que nunca se sintió especialmente cercana a su madre, permaneció de pie a un lado sin experimentar emoción alguna.
A Margaret no le agradó tener que dejar la escuela para volver a casa, lo cual provocó que en lo sucesivo tuviese constantes peleas con su padre, al que acusaba de haber matado a su madre. “Sólo tenía cuarenta y nueve años cuando murió. Pero esos dieciocho embarazos a ti no te afectaron en absoluto”, le gritaba. Muy pronto, Margaret volvería a dejar Corning, esta vez para siempre.
Acabó recalando en White Plañís, Nueva Jersey, trabajando como aprendiz de enfermera en un hospital. Allí, en una fiesta con los compañeros de trabajo, conoció a un joven arquitecto, William Sanger, que inmediatamente se enamoró de ella. William no escatimó gasto alguno en cortejar a Margaret. Ella por su parte se sintió atraída tanto por él como por sus ideas radicales: era un anarquista, incluso más firmemente contrario que su padre a toda religión organizada. Se casaron después de que William literalmente se la llevase en un coche de caballos en el calor del agosto de 1902 para ponerla, sorprendida y molesta, ante un clérigo y dos testigos que los aguardaban. Se sintió a la vez airada por el atrevimiento y muy feliz por encontrarse casada.
Poco después la pareja se trasladó a Nueva York y seguidamente a Hastings. Pronto llegarían tres bebés: Stuart, en 1903; Grant, en 1908 y Peggy, en 1911. Margaret era una madre poco atenta, que se mostraba afectuosa con su hijos pero a quien la vida del hogar le aburría. Como ha subrayado su biógrafa Madeline Gray, “le encantaba abrazar y besar a sus hijos, pero responsabilizarse de ellos era otra cosa distinta”. Compartía con su marido la pasión por las causas políticas radicales, incluyendo el anarquismo, de modo que los jóvenes esposos frecuentemente o bien se encontraban fuera u organizaban fiestas en casa. Claramente, todo eso dejaba poco tiempo para los niños. En palabras de Gray: “por lo general, Margaret prácticamente no sabía qué les podía estar pasando a sus hijos. Cuando por cualquier motivo tenía que ocuparse de ellos afirmaba tener un ataque de una misteriosa “enfermedad nerviosa”, y se aferraba a la primera oportunidad para salir de casa”. Más que ocuparse de sus hijos, como su propia madre se había ocupado abnegadamente de ella y de sus hermanos, “Margaret normalmente se encontraba fuera, en algún otro lugar, dejándolos a cargo de los vecinos o de cualquiera que tuviese a mano”.
El tiempo que dedicó a frecuentar los círculos radicales le puso en contacto con el movimiento por el control de la natalidad, y en 1911 ya se encontraba dando conferencias y escribiendo sobre la necesidad de la contracepción. Al igual que su padre, la situación de los trabajadores pobres – las terribles condiciones en que vivían y trabajaban – le inspiró una vibrante indignación que impulsó su deseo de promover distintas causas socialistas. También descubrió que participar en las discusiones de los radicales le resultaba mucho más interesante que la maternidad. Precisamente en esas discusiones fue introducida al movimiento del “amor libre” por Emma Goldman. Aunque William Sanger era un radical, esto no podía aceptarlo. A juzgar por sus acciones posteriores, a todas luces Margaret pensaba de manera distinta.
Durante este tiempo, Margaret abandonó su completa inmersión en la política radical y volvió a dedicarse a la enfermería, concentrándose en el trabajo como matrona. Trabajando para la Asociación de Enfermeras a Domicilio de Nueva York, visitó zonas sumidas en la pobreza para ayudar a las mujeres a dar a luz. En el verano de 1912 presenció cómo una mujer llamada Sadie Sachs fallecía a causa de un aborto inducido. Según Sanger, la mujer había solicitado tres meses antes que le facilitasen algún tipo de contraceptivo. Este suceso fue para ella un punto de inflexión. “Me fui a la cama esa noche, sabiendo que no importaba cuánto me costase, ya se había acabado de paliativos y curas superficiales; estaba decidida a buscar la raíz del mal, a hacer algo para cambiar el destino de unas madres cuyas miserias eran tan vastas como el cielo”.
O eso es lo que ella le gustaría que creyésemos. Si bien la imagen de Sachs claramente tuvo algo que ver en su defensa del control de la natalidad, pronto veremos cómo otros dos aspectos de su pensamiento se dibujan como causas más importantes en su cruzada para el control de la natalidad: la liberación del deseo sexual y la nueva ciencia de la eugenesia.
William Sanger fue hundiéndose más y más conforme su esposa propugnaba cada vez más abiertamente las maravillas de la libertad sexual. Él y Margaret asistían a las Veladas Nocturnas, así se llamaban, que se celebraban en el salón de la casa de Greenwich Village propiedad de la rica divorciada Mabel Dodge. Allí los intelectuales del Village se reunían para discutir las últimas ideas radicales, normalmente en torno al tema que Dodge fijaba para cada velada.
Pronto Margaret fue bien conocida por sus opiniones con respecto a la sexualidad. Dodge comenta: “Fue ella la que nos introdujo a todos a la idea del control de natalidad, que, junto a otras ideas relacionadas con el sexo, se convirtió en su pasión (…) Fue la primera persona que conocí que se mostraba como una abierta y ardiente propagandista de los gozos de la carne”.
Pero Margaret no se limitaba a predicar una teoría. En el verano de 1913, durante el curso de su visita a la promotora del amor libre Emma Goldman, tuvo una relación sentimental que, según confesó a un confidente, “verdaderamente me liberó”. William lo descubrió y montó en cólera, igual que se enfureció al ver cómo los niños habían sido abandonados a su suerte. Como relató su hijo Grant: “Madre raramente se encontraba en casa. Se limitaba a dejarnos con cualquiera que tuviese a mano, y se iba corriendo a no sabemos dónde”. William decidió que una segunda luna de miel en París podría reconstruir el matrimonio, a la vez que proporcionarle una oportunidad de arrojarse en brazos de su pasión por la pintura. Allí permanecerían seis meses.
En Europa, a Margaret pudo encontrar disponibles muchos métodos de contracepción y, cuando sólo llevaban allí un mes, insistió en volver a América para difundir la información. William quería seguir en Europa. Margaret se llevó a los niños y zarpó sin él.
Muy pronto William oyó el rumor de que ella se había buscado otro amante. No le hizo gracias en absoluto la sugerencia de su esposa de que él también se buscase una concubina. El marido anarquista se sentía profundamente disgustado ante el hecho de que su esposa abrazase con tanto entusiasmo una posición anarquista en lo que hacía a la sexualidad.

La mujer rebelde

En esa época Margaret dedicó sus considerables energías a escribir, comenzando con la publicación en 1914 de The Woman Rebel (la mujer rebelde), un periódico presidido en su cabecera por el lema: “¡No hay dioses! ¡No hay amos!”. En él Sanger clamaba contra los males del capitalismo y de la religión y cantaba los beneficios de la contracepción. Durante este época se agudizó su rebelión contra el matrimonio. Cuando William se quejó desde París de que había oído más rumores, le informó de que necesitaba mantener relaciones sexuales para relajarse y le dijo que a diferencia de él, que era capaz de observar la continencia, ella era incapaz.
En este punto, nadie podría haberla acusado de hipocresías. Su actitud y su comportamiento eran perfectamente acordes con los artículos de la doctrina que ella misma había definido y que proclamó en The Woman Rebel: “El deber de la mujer es mirar al mundo cara a cara, con una mirada en los ojos que diga “vete al infierno”, tener ideales, hablar y actuar desafiando las convenciones”. En lo que constituyó un presagio de su influencia como arquitecto de la Cultura de la Muerte, también afirmó: “las mujeres rebeldes reclaman los siguientes derechos: el derecho a la pereza. El derecho a ser madre soltera. El derecho a destruir. El derecho a crear. El derecho a vivir y el derecho a amar”. A finales de 1914, su enfrentamiento con las autoridades en lo tocante a su promoción del control de la natalidad y de sus ideas anarquistas había llegado a un extremo tal, que tuvo que huir a Europa para evitar ser llevada a juicio. Dejó atrás a sus hijos y a su marido (que para entonces había vuelto e Estados Unidos). A mediados de diciembre escribió a William dando, según sus palabras, “por finalizada una relación de más de doce años”. Tres años después le pediría el divorcio, proceso que llevaría otros cuatro años antes de hacerse oficial.
Durante el año que pasó en el exilio, se dedicó afanosamente a recopilar más información sobre el control de la natalidad de las fuentes europeas y se sentó a los pies del gran “sexólogo” Havelock Ellis, al cual reverenciaba como una especie de profeta científico-sexual (Sanger se refería a él llamándolo “el Rey”). También haría de él su amante, lo cual molestó tanto a la esposa de Ellis, Edith, que intentó suicidarse varias veces; murió por un coma diabético provocado por su quebrantada salud.
Su relación con Ellis no sería en absoluto la última. El anarquista Lorenzo Portet, Johann Goldstein, Hugo de Selincourt, el magnate del aceite Tres en Uno J. Noah Slee (con quien posteriormente se casaría por su dinero y al que obligó a firmar un acuerdo prenupcial que le otorgaba completa libertad sin preguntas), H.G. Wells, Herbert Simonds, Harold Chile, Angus MacDonald, Hobson Pitman, y muchos otros cuyos nombres se han perdido para los biógrafos: todos fueron sus amantes. Ése fue el patrón de toda su vida. Ya anciana, puso por escrito el siguiente consejo para su nieta de dieciséis años: “Besarse, manosearse e incluso mantener relaciones plenas es algo bueno mientras sea sincero. Nunca he besado a nadie sin ser sincera. Por lo que hace a las relaciones sexuales, te diría que tres veces al día es más o menos lo adecuado”.

Control de la natalidad y “amor libre”

No le satisfacía actuar siguiendo sólo su voraz e ilimitado deseo sexual, así que racionalizó su sexualidad de acuerdo con una teoría evolutiva bastante singular. Según Sanger, el deseo sexual era un impulso dinámico biológico que llevaba la evolución más allá de la simple supervivencia de los más aptos y hasta el desarrollo del genio. Pero el camino sexual hacia el genio se enfrentaba a obstáculos, porque “los dogmas éticos del pasado, no menos que los científicos, pueden bloquear el camino hacia la verdadera civilización”. Pero la verdadera ciencia pronto traería la liberación.

“La psicología está empezando a reconocer las fuerzas ocultas en el organismo humano. En el largo proceso de adaptación para la vida social, los hombres han tenido que mantener a raya los deseos y los impulsos que nacen de esas energías internas, de las cuales los más grandes y los más imperiosos son el sexo y el hambre”. Margaret Sanger. The pívot of civilization.

Mientras que “el hambre (…) ha dado lugar a “la lucha por la existencia”, (…) la gran fuerza del sexo ha desempeñado un papel no menos fundamental, no menos imperativo, no menos incesante en su dinámica energía”. La importancia del sexo, por lo tanto, no era primariamente la procreación (como piensan la mayoría de los pensadores evolucionistas); el sexo “es la fuerza evolutiva que crea el genio”:

“La ciencia moderna nos enseña que el genio no es una especie de misterioso don de los dioses (…) ni (…) el resultado de una condición patológica y degenerada (…) Más bien se debe a la remoción de las inhibiciones fisiológicas y psicológicas y de las restricciones, que hace posible la liberación y el encauzamiento de las energías internas primordiales del hombre, llevándolas a su expresión plena y divina. La remoción de esas inhibiciones, así nos aseguran los científicos, hace posible unas percepciones más rápidas y profundas: tan rápidas, de hecho, para el ser humano ordinario que parecen prácticamente instantáneas o intuitivas”. Margaret Sanger. The pívot of civilization.

No hace falta decir que Sanger entendía que el cristianismo había cegado la fuente del genio humano. Sin embargo, para Sanger, aún había lugar para la esperanza:

“De forma lenta pero segura estamos derribando los tabúes que rodean al sexo; los estamos derribando impulsados por la pura necesidad. Los códigos que han rodeado al comportamiento sexual en las llamadas comunidades cristianas, las enseñanzas de las Iglesias relativas a la castidad y a la pureza sexual, las prohibiciones de las leyes y las convenciones hipócritas de la sociedad han manifestado su fracaso como salvaguardas frente al caos y los estragos producidos por el hecho de no reconocer el sexo como una fuerza motora de la naturaleza humana: una fuerza tan grande, o incluso más grande, que el hambre. Su energía dinámica es indestructible. Puede ser trasmutada, refinada, dirigida, incluso sublimada; pero ignorar, descuidar, o negarse a reconocer esta gran fuerza elemental no es nada más que necedad”.

De hecho, en un curioso giro de su razonamiento, Sanger afirmaba que la insistencia cristiana en la virtud era la verdadera causa del vicio: “De las políticas indiscutidas de la continencia, la abstinencia, la “caridad” y la “pureza”, sólo hemos recogido las cosechas de la prostitución, las enfermedades venéreas y otros innumerables males”. Para Sanger, la antigua visión de la sexualidad, “inculcada sobre la base de una moralidad convencional y tradicional y de la respetabilidad de las clases medias (…) es una pérdida de tiempo y de esfuerzo”. La moralidad convencional y tradicional y la respetabilidad de la clase media debían ser expulsadas de la cultura, para introducir a continuación una nueva manera de entender la sexualidad.
“El mayor problema, que es el que debemos afrontar en primer lugar, es la abolición de la vergüenza y el miedo al sexo”, lo cual exige una reeducación. “Debemos enseñar a los hombres el poder arrasador de esta radiante fuerza (…) A través del sexo, la humanidad puede llegar a la gran iluminación espiritual que transformará el mundo, que iluminará el único camino que conduce al paraíso en la tierra. Sólo así debemos de forma necesaria e inevitable concebir la expresión sexual”. Para Sanger, la liberación de la sexualidad de toda restricción se convirtió en una especie de objetivo religioso que presidía su visión mundana del paraíso, según la cual “los hombres y las mujeres no malgastarán sus energías” en la creencia cristiana “de las vagas fantasías sentimentales de la existencia extramundana”, sino que se darán cuenta de que aquí en la tierra, en una utopía sexual creada por ellos mismos, encontraremos “nuestro paraíso, nuestra morada permanente, nuestro cielo y nuestra eternidad”. Por supuesto, en tal paraíso habría una gran necesidad de controlar la natalidad.

Control de la natalidad y eugenesia

Pero debemos tener claro que la liberación del deseo sexual no fue la única razón por la que Sanger promovió el control de la natalidad. Sanger veía el control de la natalidad como una solución eugenésica que ayudaría a eliminar “el peso muerto de basura humana”. Del mismo modo que para ella de la sexualidad podía surgir el genio, sus argumentos eugenésicos también se expresaban en términos evolucionistas:

“En la historia temprana de la raza, la llamada “ley natural” (es decir, la selección natural) reinaba sin interferencias. Bajo su inmisericorde regla de hierro, sólo los más fuertes, los más valientes, podían vivir y convertirse en progenitores de la raza. Los débiles, o morían tempranamente o eran muertos. Hoy, sin embargo, la civilización ha aportado la compasión, la pena, la ternura y otros sentimientos elevados y dignos, que interfieren con la ley de la selección natural. Nos encontramos en una situación en la que nuestras instituciones de beneficencia, nuestros actos de compensación, nuestras pensiones, nuestros hospitales, incluso nuestras infraestructuras básicas, tienden a mantener con vida a los enfermos y a los débiles, a los cuales se les permite que se propaguen y, así, produzcan una raza de degenerados”. Margaret Sanger, Birth control and women´s health, diciembre de 1917.

En contra de lo que a Planned Parenthood le encantaría que creyésemos, la eugenesia no era un tema marginal para Sanger, ni simplemente obedecía a que fuese una mujer de su tiempo. Por el contrario, fue algo absolutamente esencial para su concepción y propagación del control de la natalidad.
En 1917 Sanger fundó The birth control review que, si bien no tenía un tono tan radical como el Rebel, estaba igualmente plagada de los argumentos más poderosos y crudos a favor de la eugenesia. Uno de los lemas favoritos de Sanger, con los que adornaba la cabecera de la revista, era “Control de la natalidad: crear una raza de purasangres” (el lema dejó de utilizarse y fue sustituido por el más digerible: “Bebés por elección, no por azar”).
Para Sanger, “el problema más urgente hoy día es cómo limitar y disuadir el exceso de fertilidad de los mental y psicológicamente tarados”. De hecho, “posiblemente los métodos drásticos y espartanos podrían imponerse por la fuerza a la sociedad norteamericana si ésta continúa de forma complaciente promoviendo la procreación irresponsable, resultado de nuestro estúpido y cruel sentimentalismo”. Pívot of civilization.
Para contrarrestar los efectos supuestamente perniciosos de tal “estúpido y cruel sentimentalismo”, Sanger proponía el control de la natalidad como el antídoto compasivo, una medicina que impulsó con fervor, movida especialmente por su miedo y su horror ante la gran ola de individuos de “mentes débiles” que entendía que estaban encenagando la población y haciendo a la humanidad descender a niveles inferiores en la escala evolutiva. “No cabe más que un programa práctico y factible para enfrentarse al gran problema de los incapaces: evitar el nacimiento de los que podrían transmitir la imbecilidad a sus descendientes”. Si rechazamos o ignoramos este aviso profético, la civilización “se enfrentará al problema siempre creciente de la imbecilidad, ese fértil origen de la degeneración, el crimen y el pauperismo”.
No cabía otra solución para la degeneración, el crimen y el pauperismo, y especialmente no servía recurrir a la filantropía tradicional, pues no atacaba la raíz del problema: la fertilidad de los incapaces, con lo cual promovía “la perpetuación de los defectuosos, los delincuentes y los dependientes. Éstos son los elementos más peligrosos de la comunidad mundial, la maldición más devastadora frente al progreso y la expresión humana”. La filantropía de Sanger no perpetuaría “el peso muerto de la basura humana”, sino que aplicaría inmediatamente medios eugenésicos para eliminar el problema. Las mujeres y los hombres incapaces serían separados a la fuerza y obligados a vivir sin contacto sexual “durante los años reproductivos”. Si eso fallaba, la sociedad podía recurrir a medidas más drásticas. Como Sanger afirmó abiertamente, en tales circunstancias “nos decantaremos por la política de la esterilización inmediata, para asegurarnos de que la paternidad es algo absolutamente prohibido para los incapaces”.
Sanger creía que el control de la natalidad resolvía un problema que había preocupado a la mayoría de los eugenistas, desde Darwin y Galton hasta los de su propio tiempo. La selección natural ya no era capaz de eliminar a los no aptos porque la civilización había limado buena parte de las aristas de la naturaleza a través de su descaminada compasión. El problema se agravaba, como hemos visto, por la característicamente alta tasa de fecundidad de los incapaces. “El control de la natalidad (…) es en verdad el mayor y el más genuino método eugenésico”, afirmaba Sanger, “y su adopción como parte del programa de la eugenesia daría inmediatamente una fuerza concreta y realista a dicha ciencia”. Por esta razón, el control de natalidad de corte eugenésico “ha sido aceptado por los eugenistas más clarividentes como el medio más constructivo y necesario para la salud racial”.
A la vista de todo lo dicho, resulta bastante claro que esos tres motivos – aliviar a la mujeres sobrecargadas de hijos, liberar a la sexualidad de la moralidad tradicional y finalmente la eugenesia – constituyeron los objetivos de todas las organizaciones que Sanger puso en marcha. En primer lugar fundó la Nacional Birth Control League (Liga Nacional para el control de la natalidad), que posteriormente adoptó el nombre de American Birth Control League (Liga Americana para el control de la natalidad) y se constituyó como corporación en 1922; luego se convirtió, en 1939, en la Birth Control Federation of America (Federación Americana para el control de la natalidad); finalmente, en 1942 adoptó el nombre actual, Planned Parenthood Federation of America (federación de planificación familiar de América, PPFA, en su acrónimo en inglés. Curiosamente Sanger según el cual las mujeres deberían tener el “derecho a destruir”, Planned Parenthood es el mayor proveedor de abortos del mundo. Pero Planned Parenthood no hace ascos a la eugenesia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando la eugenesia aún no había quedado desprestigiada por la “mancha” del nazismo, muchos de los miembros del Consejo de Planned Parenthood (y las demás organizaciones que la precedieron) eran también miembros de la American Eugenics Society (Asociación Eugenésica de América). Incluso después de la guerra. En 1957 Alan Guttmacher, fundador del Alan Guttmacher Institute, adscrito a la PPFA, fue vicepresidente de la American Eugenics Society y presidente de la PPFA desde 1962 hasta 1974. Continuando la tradición eugenésica de Sanger, la PPFA se convirtió en la principal defensora del diagnóstico prenatal concebido como prueba estándar para los que tienen “riesgo” de tener hijos con defectos de nacimiento. En un documento de objetivos, escrito en 1977, titulado “Nacimientos planificados, el futuro de la familia y la calidad de la vida en América: Hacia una política y un programa nacional omnicomprensivo”, la PPFA reclamaba la implantación a nivel nacional de “tests de embarazo y servicios de prevención, diagnóstico prenatal defectos fetales, asesoramiento genético, prevención de enfermedades venéreas y otros servicios”, como el aborto. Por lo que hace a la sexualidad, la PPFA es bien conocida por su defensa de la “libertad” sexual y de la eliminación de las barreras morales tradicionales, esas mismas barreras que Sanger consideraba que debían ser destruidas para dejar paso al florecimiento de su utopía sexual.
Quizás el indicador más preciso de la pobreza última de la visión de Sanger es la propia vida de Sanger, que mantuvo oculta al conocimiento del público. Como hemos visto más arriba, Sanger era un ser profundamente egoísta, que no hizo sino abandonar a sus hijos (uno de los cuales, Peggy, moriría en 1915) para poder ocuparse de sus continuos romances, de la propagación del control de natalidad y del crecimiento de su propia fama. Como deja bien claro su biógrafa Madeline Gray, a Sanger le consumía la pasión sexual hasta niveles absurdos, surcando al Atlántico una y otra vez de América a Europa y vuelta de nuevo para encontrarse con sus amantes. A medida que envejecía, aumentaba su necesidad de sentir que seguía siendo deseable. Compró esa seguridad con dinero, gracias a los cinco millones de dólares que heredó de su difunto marido Noah Slee. Iba de fiesta en fiesta para llenar el vacío de sus días, utilizando su riqueza para atraer a hombres más jóvenes que ella. A medida que el tiempo fue marchitando más y más su belleza, recurrió al alcohol y (después de una intervención quirúrgica) a los calmantes, de modo que con frecuencia pasaba los días dormida o delirando. Al final, cuando empezó a vagar borracha durante la noche, tuvo que ser internada en una clínica. Sanger murió el 6 de septiembre de 1966, poco antes de cumplir los ochenta y siete años, después de haber legado al mundo con total eficacia una visión de la felicidad a través de la libertad sexual que, por lo que hace a su propia vida, en última instancia se reveló vacía, oscura, y desgraciada.

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